03 Abr La función social del editor
Ante la emergencia del libro electrónico y de otros medios para la comunicación de obras escritas, como los blogs y las redes sociales, cabe preguntarse si el papel del editor se transformará sustancialmente. No hay aún una respuesta certera a esta pregunta. No la hay porque no podemos predecir el futuro —miramos el continente de la era digital como miraban América los ochenta y siete navegantes, desde las carabelas o, peor aún, desde una playa— y también porque es presumible que, tras más de cinco siglos de relativa estabilidad, la constante ahora será el cambio.
Cambia la tecnología, pero ¿cambian también las mentalidades? Me parece que el debate sobre el destino del editor en la era digital debe librarse no en el plano más o menos limitado de los soportes sino en el de la sociedad y su estructura.
Dentro de la sociedad, el editor cumple una función técnica. Hace ajustes al texto, a veces meros retoques, a veces alteraciones sustanciales, para garantizar que la comunicación entre el autor y el lector se logre. El desarrollo de la informática y en particular de las herramientas lingüísticas digitales sugiere que en un futuro las computadoras podrían realizar al menos una parte de esta tarea. Las herramientas de traducción y corrección de estilo son cada día más sofisticadas y acertadas. Hay máquinas que producen discursos articulados a partir de paquetes de información. (La inteligencia artificial, por cierto, puede dar lugar a una reanimación de las tradiciones orales, que asegurarían la autenticidad humana de los textos: necesitamos creer que son personas las que nos hablan.) El editor interviene también en las distintas etapas de la producción (composición, corrección, revisión de pruebas, impresión).
Pero la función cardinal del editor no es técnica, es social. El editor es ante todo un crítico. Atender las corrientes culturales, salir en busca de autores y obras, recibir manuscritos y repasarlos, seleccionar ciertas obras, prepararlas, publicarlas, procurar su distribución y difusión adecuadas, son aspectos de una misma ocupación: la de valorar, desechar, elegir y postular, es decir, criticar. El editor es el primer crítico.
El crítico existe por dos razones principales. La primera es práctica y tiene que ver con la especialización del trabajo. Es tanta la producción intelectual y artística que la sociedad requiere de personas que la ayuden a elegir las obras que consumirá.
La comunidad crítica —editores incluidos— organiza dichas obras de acuerdo con criterios no sólo de jerarquía sino también de clase. Sin dicha comunidad, la del mundo sería una librería de cientos de millones de obras desordenadas, y quizá ni el más ferviente de los lectores encontraría nunca un libro que valiera la pena. Si lo hiciera y recomendara ese libro a otros, aduciendo sus motivos, nacería el primer crítico. Entre otras, los cánones tienen una razón de ser práctica.
Cuando aconseja la lectura de una obra, el crítico sirve al público. Pero sirve también a esa obra y a su autor: a ambos valida, los respalda. La crítica tiene efectos en los dos extremos del vector de la comunicación: el del receptor y el del emisor. La autoridad del crítico tiene fuentes muy diversas: la agilidad de su pluma, el dominio de la materia que aborda, sensibilidad cultural, el respaldo de personas y grupos influyentes, la credibilidad de la que goza entre el público lector, etcétera. Legitimas o no, estas capacidades convierten al crítico en una figura de autoridad. Tiene poder sobre los comportamientos y opiniones de individuos y grupos.2 Si el crítico dice al público que tal o cual libro es bueno, muchos estarán de acuerdo. El autor busca que el crítico legitime su obra. Con su aval, con el sello de autoridad que le imprima —y que en ocasiones es tan plástico como el de The New York Review of Books que aparece en algunas portadas— tendrá una mayor proyección. Hace suya la autoridad del crítico.
Estas afirmaciones, por supuesto, requieren de matices. Hay autores consagrados o sencillamente populares que prescinden fácilmente del crítico. Tienen un nombre hecho. Incluso, el sentido de la transacción puede invertirse: hay autores que confieren autoridad al crítico. No es lo mismo reseñar a un escritor incipiente que a un Nobel. El crítico se monta en el hombro del gigante, sea para incomodarlo con una aguja o para darle palmaditas. Lo mismo le sucede al editor. Contratar a ciertas plumas es un privilegio. Pero incluso en estos casos pasa algo curioso. El coloso está atento a la crítica, o al menos a parte de ella. Aun cuando tenga asegurada una buena acogida entre la gente, busca la aprobación del especialista, quizá porque sabe que aquí son otros los elementos de juicio. La visión del editor como crítico también debe matizarse. Si bien el editor ejerce la crítica —estudia, valora y postula obras, debe conciliar este ejercicio con diversos intereses. Si trabaja para una organización, debe ser consecuente con un catálogo o una línea editorial. Debe asimismo asegurar el financiamiento de sus proyectos. Las necesidades y, en su caso, los apetitos monetarios tienen un impacto en el trabajo editorial, salvo en contadas y honrosas excepciones.
Son célebres, sin embargo, los casos de escritores prominentes que salieron a la luz gracias a la fe que sus editores tuvieron en ellos. Las carreras de un sinfín de periodistas despegaron cuando otros tantos jefes de redacción anónimos les confiaron un espacio. Hay teorías científicas que deben su divulgación al justo criterio de los comités editoriales de ciertas revistas especializadas. La dimensión crítica del editor y su rol como figura de autoridad son un hecho. Y aunque es cierto que la atención que el editor suele prestar al aspecto económico de su oficio puede ir en detrimento de su capacidad crítica y de su autoridad, también lo es que uno y otro no son forzosamente deberes irreconciliables, y más aún, que la salud e incluso la prosperidad financieras en el medio editorial pueden obrar en beneficio del autor.
El papel del editor en la era digital tendrá que ver con su función técnica. Como decía, la sofisticación de las herramientas de procesamiento de textos —basta introducir un párrafo en el traductor de Google y hacer clic para confirmarlo— es asombrosa y a la vez inquietante. Habrá que estar atentos al desarrollo de la inteligencia artificial, al desafío de producir máquinas con criterio —lingüístico, social, cultural.
El papel del editor también tendrá que ver con la economía. Las casas editoras son casi siempre entidades especializadas en la comercialización de obras. Es difícil suponer que el autor típico tendrá el tiempo, el conocimiento y los medios para editar, publicar y además comercializar su obra. Cada vez es más común que el escritor se desdoble en promotor, por ejemplo, mediante la creación y el mantenimiento de un sitio Web. Pero esto de ningún modo equivale a una estrategia integral de promoción. En alguna medida, el editor, y todo el aparato de una casa editorial, existen para que el autor pueda concentrarse en su trabajo.
En mancuerna con dispositivos como el iPad, el Kindle y la computadora tradicional, Internet ofrece medios para la autopublicación. Amazon cuenta ya con un servicio (CreateSpace) mediante el cual un escritor (o un músico o un videoasta) puede ofrecer su obra a un público masivo. En la blogósfera hay historias interesantes de éxito. Pero el problema de fondo subsiste. A menos que se trate de un autor cuyo nombre es por sí solo una campaña de mercadotécnia, o de un twittero con muchos miles de seguidores, ¿cómo lograr que una obra se distinga en el maremágnum de información que es la red? Más aún —si es que esto interesa al autor—, ¿cómo monetizar esa presencia, en caso de tenerla?
Pero, sobre todo, el papel del editor en el futuro tendrá que ver con la autoridad cultural e intelectual que detenta, con su dimensión crítica. Ésta no es materia para los expertos en tecnología y medios. Es materia para la sociología. Lo que está a discusión no es la sustitución de unas herramientas y unos procesos por otros. Es la forma en que la sociedad está organizada. La vida social no es caótica y amorfa: está dividida en grupos, posiciones e instituciones interdependientes y funcionalmente correlacionados. Los componentes de esta estructura cumplen funciones indispensables para los demás y para la sociedad en su conjunto.
Valga una ilustración fácil: los músicos componen e interpretan para los ingenieros y para muchas otras comunidades, y los ingenieros construyen puentes para los músicos y para otros grupos. Esta especialización de la sociedad supone una forma de estratificación: para los ingenieros, los músicos son autoridad en materia de composición e interpretación. Mientras exista la especialización, habrá figuras de poder. Ciertamente, las autoridades pueden ser los propios productores. Sin embargo, éstos últimos suelen ser imparciales: prefieren sus obras y sus servicios por sobre los demás. De ahí la importancia del intermediario, de una autoridad libre de intereses.
A la luz de lo anterior, me parece que mientras la sociedad no cuente con otro medio para evaluar y ordenar la pro-ducción científica y artística, habrá un gremio autorizado —es decir especialistas con un mínimo de solvencia moral e intelectual— que se encargue de ello. Internet y los soportes de la era digital han potenciado formidablemente la comunicación directa entre emisor y receptor. Hay un medio, por supuesto: las páginas electrónicas de Blogger o WordPress, el servidor de Amazon y Facebook. Pero no hay intermediario humano alguno. La naturaleza social de estos medios, incluso, faculta a terceras personas no interesadas a calificar y comentar las obras. Si así lo quisiéramos, podríamos saber qué reputación tiene el autor de un comentario o reseña entre los miembros de la comunidad virtual en la que se ha inscrito. Como en las modalidades de autopublicación tradicionales, hay un autor, hay una obra y hay lectores. Pero gracias a la socia-lización que permite Internet, aquí hay también crítica.
Habrá que ver, sin embargo, qué alcances tiene esta forma de publicar. Ciertamente hay crítica, pero sólo crítica a posteriori. El libro ha alcanzado su sitio en el mundo virtual sin otro aval que el de su propio autor. Es una obra, si se quiere, no autorizada por el cuerpo social, o al menos por el órgano de ese cuerpo facultado para validar las producciones del intelecto y la sensibilidad. La trascendencia del trabajo editorial se debe, entre otras cosas, a que éste constituye una crítica a priori. Cuando ha sido editada, la obra llega al público con el respaldo de una de las figuras que la misma sociedad ha producido con el fin de valorar. Si es verdad que el editor cumple una función social, entonces también es verdad que, por conducto suyo, la sociedad se recomienda obras a sí misma. Tanto como el individuo, las sociedades humanas son por naturaleza vanidosas y creen en su voz interior.
Sobra decir que la crítica apriorística facilita enormemente las cosas. El político, el especialista y el público general interesados en asuntos del mundo saben que la información y los análisis contenidos en una revista como The Economist satisfarán invariablemente ciertos estándares de confiabilidad y calidad. Quienes gustan de estar al tanto de modas y estilos de vida confían en publicaciones como Vogue y Madmoiselle. El estudiante de letras inglesas sabe bien cuánto esperar de las ediciones críticas de Oxford o Cambridge. Dentro de una misma especialidad hay subgrupos. El lector interesado en literatura joven mexicana acudirá a Tierra Adentro o Punto de partida. Quien desee leer verso consultará Cuaderno de poesía en línea. Los sellos editoriales y las personas que hay detrás de ellos son para los lectores claro indicio del tipo y la calidad de las obras que hallarán a la vuelta de la portada o de un clic.
Mientras menos fluye el conocimiento, menos necesaria es la figura del editor. En la temprana Edad Media el saber se refugió en los monasterios. Las obras literarias, científicas, filosóficas, históricas, teológicas no circulaban. Eran resguardadas celosamente. Los reclusos evitaban difundirlas pero procuraban su preservación. Dedicaban largas y minuciosas horas a transcribir las que les eran más caras. En este periodo de incomunicación no hubo lugar para el editor. Lo hubo para los copistas. Se trataba mucho menos de buscar, valorar y proponer obras que de adquirir y guardar: coleccionar. El templo del conocimiento en la temprana edad media era el scriptorum, el cuarto donde los religiosos transcribían.
Con la liberación del saber, con la circulación abierta de ideas y conocimientos que tanto debe al desarrollo de la universidad en la Baja Edad Media y que la imprenta del siglo xv catapulta, la figura del editor cobra especial relevancia. No sólo como técnico del lenguaje y de la impresión, sino también como orquestador de la transmisión de ese saber. Ya que es imposible que el lector identifique y ponga en valor cada una de las obras producidas, y que el autor conozca y alcance a su justa audiencia, se desarrollan procedimientos para facilitar ambas cosas (con todas las limitaciones que se quieran): los procedimientos del editor.
La nueva explosión del conocimiento que auguran los nuevos medios supondrá más autores, más obras y más lectores. La era digital ha traído consigo formas más expeditas y masivas de comunicación del saber, pero no ha concedido a las personas una capacidad mayor de asimilación. En esta circunstancia, la función del editor —de valorar y clasificar obras— parece más vigente que nunca antes.
Ignacio Ortiz Monasterio