10 Ago El oficio de traductor
La traducción es un acto cotidiano y esencial en la comunicación, un acto para entender el mundo, para volverlo inteligible y comunicable. El oficio de traducir implica una gran responsabilidad tanto más cuanto se trata de un acto necesario, tanto más cuanto lo traducido ha de publicarse. Todos ejercemos la traducción de alguna manera. En cambio, el traductor de libros la tiene que ejercer de una manera muy específica: a través de la búsqueda de una equivalencia para el libro escrito en una lengua que es ajena para sus nuevos lectores. El traductor, si se toma en serio su tarea, traslada un discurso de una cultura a la otra; traduce las ideas expresadas en un código a otro.
Su papel es tan relevante que lo convierte en un vehículo y en un recipiente. Habría que preguntarse entonces ¿qué habría sido del rumbo de Oriente sin los traductores que trasladaron las ideas de Marx al chino, al vietnamita, al coreano? Del mismo modo, ¿qué habría sido, ideológicamente, de las Indias, recién descubiertas por los españoles, sin la labor de tantos frailes que tradujeron las complejas ideas cristianas a las tan disímiles lenguas de América? El papel más contundente que desempeña, es el de transmisor, el de noble divulgador, de las ideas.
Por más mística que resulte la labor de traducir, pues lo es, está anclada en un fin muy concreto y muy práctico: una traducción se requiere, es precisa para un lector, para una sociedad. Quien traduce, viene a ser el vehículo que vuelve inteligible un discurso de cierta persona (el autor) a otra (el lector). Suelen ser, aunque no en todos los casos, los mediadores de ese vehículo, una editorial y un libro. Esa editorial es la que dispone de los medios para realizar la translación que hará posible que ese vehículo se vuelva concreto. Esa editorial también, es la que representa la exigencia y necesidad existentes de esa traducción. Por ello, resulta natural que una de las exigencias de esa editorial sea que una obra pueda ser entendida por otras personas, y la forma en que esa obra se les presenta, es en forma de libro. La editorial también representa la demanda, cuando es el caso, de la traducción, y ella misma es quien construye la oferta.
La nobleza del oficio de traducir precisamente radica en ello: es un acto de generosidad y de humildad, en la que un mediador, a caballo entre dos culturas, da a entender un libro (de la época que sea) a toda una nueva sociedad. El traductor o las transmite o mantiene vigentes las ideas.
¿En qué radica su miseria?
La miseria de traducir viene de su alta dignidad. ¡Cuánto dolor, cuánta dedicación, cuánto esmero no cuesta traducir al nivel de las ideas sin descuidar la forma en que han sido expresadas! A ningún escritor se le ha reprochado tanto escribir mal como a un traductor. De hecho, el escritor puede darse ese lujo: el traductor, mísero de él, no. La historia registra con obsesión malsana todas las pifias, las erratas y las malas interpretaciones que, por ignorancia, descuido, prisa, miopía e inconstancia, los traductores han cometido a lo largo del tiempo. Pero no celebra los casos en que hipotéticamente, pues es imposible, la traducción superare la obra original. La traducción, a lo más que puede aspirar, es a un empate.
Un escritor, normalmente, tiene todo el tiempo que quiera para escribir una obra. Incluso sucede que los escritores mueren y luego la publican. A Flaubert le tomó cuatro, cinco años escribir Madame Bovary. Sin embargo, ¡oh, a cuántos traductores no les han pedido traducir esta obra maestra en un día y por unos cuántos pesos! Hay quien traduce por afición, porque le gusta, porque quiere entender la obra, —porque sí, es la mejor manera de leer— y lo hace sin más que la exigencia de su propio criterio. Pero, en la mayoría de los casos no es así. Con todo, quien traduce por encargo o por consigna, lleva a cabo un ejercicio gregario que tiene como fin a alguien más allá de él. Suele ser un editor, con otros intereses más allá del libro traducido. Puede ser un lector. Puede ser toda una época. Esa gran responsabilidad es la gran miseria de traducir.
Puede haber soberbia en un traductor, de hecho, la necesita. El traductor de Charles Baudelaire, de Hermann Broch, de Mallarmé, no puede hacer menos que estar a la altura, al menos simbólicamente, de estos escritores. Gran paradoja: el traductor debe también necesitar de una humildad a la altura de esa soberbia. Debe tener siempre presente que él no escribió la obra. Él no desea la gloria que sólo merece el autor, y sólo él. Todo el esfuerzo y responsabilidad que implica traducir, debe exigir una desesperanza de todos los elogios; su único consuelo ha de ser la gran vanidad de estar a la altura del elogio que merezca el autor; la responsabilidad de traducir una obra es su único premio.
Suele decirse que el traductor es un traidor. Resulta un poco ingrato que sea él quien hace posible la lectura de cualquier obra en otra lengua y que, encima, se lo reprochen. El traductor no debe olvidarlo, pero debe aferrarse a que, si bien la construcción de una “tradición” universal sea su gran mérito, también será objeto de las acusaciones de “traición”.
Apología del traductor
Cabría decir, también, como profesión de fe, que el traductor, si quiere afirmar todo lo que hay de digno en su oficio, debería pensarse como pensador (discúlpeseme el poliptoton). El traductor, si realmente es tal cosa, es también un pensador: piensa en su lengua lo que ha sido pensado en otra. También es un escritor, pues debe saber escribir en su lengua tan bien o tan mal o tan flexible como sea necesario. ¿Qué es un traductor? ¿Qué hace? Interpreta, reescribe, hace justicia, traslada. Es un ser generoso que hace posible que las ideas se transmitan; y también es un pesimista que asume lo que hay de imposible en esa responsabilidad.
Por Alejandro Merlín